¿Se imaginan que despiertan una mañana y descubren que se les averió la sonrisa? Así como lo leen, sí. “AVERIADA”. Que no funciona, vamos. Que son incapaces de activar el mecanismo que curva hacia arriba sus labios y entorna levemente sus ojos haciendo que éstos se iluminen y brillen de un modo especial. ¿Todo eso ocurre cuando sonreímos? Pues sí, todo eso y mucho más porque ¿se han fijado que somos los únicos seres capaces de transmitir emociones hermosas mediante un simple gesto facial?
Reflexionen durante un momento. Son las 6 de la tarde de un lunes cualquiera de verano y vamos en el metro, apretados, en medio del calor sofocante de una multitud agotada. Alguien a nuestro lado estornuda. “Jesús”, decimos. “Gracias”, contesta el interesado, te sonríe y ¡oye, parece que ya no molesta tanto que acabe de llenarnos el cogote de babas!
Un ejemplo más. Estamos en la sala de espera del dentista, respirando ese olor característico a anestesia y escuchando inquietantes sonidos metálicos. Al rato la puerta se abre y una enfermera dice tu nombre; “Ya puede pasar”, exclama mientras sonríe mirándote directamente a los ojos, y como por arte de magia la jeringa y la aguja, que es lo primero que ves sobre una mesita de un blanco impoluto en cuanto entras en el gabinete, no parecen tan enormes.
Eso sí, hay una cosa bien cierta. Probablemente en el metro nos habrán contagiado un buen catarro que nos traerá de cabeza el resto de la semana, y con toda seguridad al sentir finalmente el pinchazo en la encía nos parecerá, y así será, que un calambre recorre nuestra mandíbula entera, pero... ¿nos ha ayudado o no nos ayudado esa sonrisa a sentirnos mejor aunque sólo haya sido durante un instante? La respuesta es, sin lugar a dudas, sí. Nos ha ayudado y mucho; más de lo que pensamos. Al igual que ayuda al turista que se pierde en una ciudad nueva y pregunta desconcertado a un transeúnte por el nombre de una calle. O al niño que parte temeroso rumbo a su primer día de escuela. O al inmigrante que acude a pedir empleo preocupado porque apenas conoce el idioma. A la mujer que llega a casa tras su jornada en la oficina y aún ha de preparar la cena y bañar al más pequeño. Al despistado que acude al banco y se equivoca de ventanilla...Sí. Una sonrisa nos ayuda a sentirnos menos enfadados, menos cansados, menos miedosos, menos torpes, menos perdidos y en definitiva, menos imperfectos. Y aunque la realidad sea que en el fondo, seguimos siendo seres, débiles, malhumorados, asustadizos e inseguros, al menos ese gesto primitivo nos transmite la paz de quien sabe que el resto del mundo nos acepta tal y como somos.
Y ahora, les remito de nuevo a la pregunta inicial: ¿Se imaginan que se les avería la sonrisa? Pues fíjense que tal cosa le sucedió en cierta ocasión a mi jefe. Debió ser hace mucho tiempo, porque tras mis seis años en la empresa jamás llegué a conocérsela. Y aunque he de reconocer que en ocasiones tuve el placer de observar una cierta mejoría, el asunto debía ser bien grave porque la sonrisa era más bien una mueca torpe que nunca duró más de unos breves segundos y por supuesto la curación nunca resultó absoluta. En un principio pensé, o quise pensar, que era su naturaleza la de una persona de gesto serio, de los de sonrisa huraña, pero escondida en alguna parte de su rostro ceñudo y avinagrado. Pero, transcurrieron días y después meses y continué sin hallar jamás en ninguno de sus gestos el menor rastro de sonrisa.“Buenos días”, le decía yo cada mañana, sonriendo afablemente. “ Buenos días”, contestaba él , con el rictus rígido como una vara de bambú, labios apretados y cierta tensión en la nuca, que con total seguridad era la causa que también le impedía girar levemente la cabeza para mirarme al responder a mi saludo. El caso, desde luego, parecía grave. Los días de trabajo se tornaron grises y fríos, tanto añoraba yo una sonrisa de vez en cuando. Incluso la mía, juguetona e inquieta normalmente, permanecía escondida y temerosa. Llegué acusarle incluso de acidez y antipatía hasta que por fin un día caí en la cuenta y comprendí la cruel realidad. ¡Qué injusta fui juzgándole precipitadamente! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? La respuesta era muchísimo más obvia: A mi jefe se le había averiado la sonrisa, y las secuelas, por lo visto, eran tales que no existía fármaco, ni reparación para tamaño desperfecto.
Y es por ese descubrimiento por el que hoy, señoras y señores, desde estas líneas les aliento: SONRÍAN. Sonríanle al portero cuando les salude mientras abren el buzón al regresar del trabajo. A la cajera del súper cuando paguen sus compras. Sonríanle al niño que se les queda mirando fijamente y con descaro en la parada del bus mientras lame su helado de fresa. Al cachorro de gato que corretea tras un ovillo de lana viejo; a la madre que amamanta a su bebé en la abarrotada sala de espera del médico, mientras aguarda turno para recetas; sonríanle al mundo, a la vida. Sonríanle incluso a su jefe, a pesar de que no les subió el sueldo este año, y a todos aquellos que comparten con ustedes todos esos momentos cotidianos de cada uno de los días de nuestra existencia. Y lo más importante, háganlo sin esperar nada a cambio y aunque ellos no les sonrían a ustedes. Ejerciten con frecuencia los músculos que dan vida al gesto más valioso del que dispone el ser humano, el que transmite paz, energía, fuerza, valor y confianza. Ejercítenlo para que no se atrofie, como le ocurrió a mi jefe, y se despierten un día descubriendo la peor de las certezas: Que se les averió la sonrisa.
Susana, tienes más razon que un santo. Una sonrisa a tiempo hace más que cualquier palabra; aunque a veces nos resulta tan difícil hacer este gesto que parece que como dices tú la tengamos averiada.
ResponderEliminarMe alegro haber pasado por aquí.
Un abrazo Susana
Pues sí, es el gesto más húmano. Los animales no sonríen. Otra frase de un escritor famoso, (a ver si pasa por aquí Ramón y lo dice) es de, El ser humano es el único animal capaz de sonrojarse.
ResponderEliminarUn saludo, mejor, una sonrisa,
Juanma
Hola, Susana, :)
ResponderEliminarLa sonrisa que no falte.
Cuando sonreímos abrimos nuestras puertas. No sé si os habéis fijado, pero cuando una casa tiene la puerta abierta ¿verdad que parece que está sonriendo? En cambio, cerrada...
Bikiños
Hola, Susana:
ResponderEliminarHe sonreído al entrar en tu blog, que huele a nuevo, recién estrenado, donde además me encuentro con Carmen, Juanma y XoseAntón, tres grandes desvaneros.
La verdad es que no estoy muy seguro del autor de la frase que menciona Juanma; yo creo que fue Leopoldo Alas Clarín, el autor de La Regenta.
Un abrazo,
Ramón
Gracias Carmen, Juanma, XoseAntón y Ramón por haber acudido a la inauguración de mi humilde blog.
ResponderEliminarPor mi parte, la sonrisa no me suele faltar nunca y espero que la lectura de mi texto haya ayudado a avivar la vuestra.
¡Un besazo y muchas sonrisas!