sábado, 1 de agosto de 2009

SÁBADO DE MERCEDES: "PEPO"

La recibía cada tarde frotándose, sinuoso, contra su cuerpo. Se le enredaba en los pies acariciándole los tobillos y haciéndola casi caer. Ella le dejaba hacer, bañándolo con dulces palabras mientras se deshacía del bolso y se quitaba por fin los zapatos. Jamás protestaba cuando él, enganchándose con suavidad en sus pantalones, ascendía ágilmente hasta quedársele amarrado al hombro derecho, junto al cuello, ronroneando mimos dentro de su oreja. Entonces, Mariola estallaba de risa, y la carcajada escandalosa sobresaltaba a Pepo, que brincaba ligero al aparador y se sentaba en una esquina contemplándola fijamente, muy digno, con sus grandes ojos amarillos, enroscada su larga cola alrededor del cuerpo, haciéndose el gato interesante.

El ritual se repetía de lunes a viernes, y así había sido desde que lo trajo a casa una noche tras encontrarlo en el contenedor del parque, maullando como loco dentro de una bolsa de plástico. Lo envolvió en su bufanda roja y cruzó la Calle Lirio, apremiada por las uñas del animal aterrado que traspasaban la lana y se clavaban en sus manos desnudas y heladas. Entró en casa gritando escaleras arriba, “¡Miguel!, ¡Miguel! ¡Mira lo que traigo!”. Subió los escalones de dos en dos, y escuchó cerrarse de un portazo la puerta del baño. Miguel apareció de pronto en la entrada del dormitorio, con el cabello revuelto y la sonrisa crispada. “¿Qué traes?.... ¿Un… un gato?...”. Los brazos de Mariola, y también parte su alma, se volvieron de trapo y el pobre Pepo fue a parar al suelo, aún envuelto en aquella bufanda que amortiguó el golpe y se llevó enganchada en las patas traseras, debajo de la cama deshecha.

Veinte minutos después, Mariola arrancaba asqueada las sábanas aún calientes y vaciaba armarios y cajones con olor a Miguel y aquella mujer sin nombre. Tardó más de tres horas de gritos y llantos en reparar en el fleco de lana roja que asomaba por debajo la cama, y arrodillándose, descubrió al pequeño Pepo que temblaba agazapado en el rincón más oscuro preguntándose, quizá, si no hubiera sido mejor quedarse maullando en el contenedor del parque.

Durante semanas, Pepo y Mariola aliviaron mutuamente el dolor de heridas y sus miedos a base de lametazos, caricias y compañía. Se fueron acostumbrando, él a las lágrimas repentinas de ella en el momento más inesperado, y ella, al pánico del animal al centrifugar de la lavadora o al ruido del molinillo de café.

Aprendieron a convivir poco a poco y Mariola siempre sabía que al volver a casa cada noche, no tendría que ir en busca de Miguel, perpetuamente sentado frente al televisor, para recibir, o mendigar un beso que le daba casi sin mirarla. En vez de eso, Pepo, siempre deseoso de verla, saldría a la carrera a su encuentro haciendo sonar su cascabel alegre y comenzaría su ritual de bienvenida sin pedirle nada cambio. Por su parte, Pepo, campaba a sus anchas por la casa, disfrutando de mil siestas sobre cada cojín, cada alfombra y cada edredón que a su paso encontraba, hasta escuchar la llave en la cerradura anunciando la llegada de la cena del día regada con las tiernas caricias de su dueña.

Una noche de miércoles el timbre de la puerta sobresaltó a Pepo con su ding-dong inesperado.

–Tranquilo, mi niño –susurró ella rascándolo amorosa detrás de las orejas, y se dirigió hacia la puerta sonriendo.
No estaba preparada para encontrarse en el umbral con el rostro de Miguel, semiescondido tras un ramo de tulipanes amarillos, los favoritos de ella. Había logrado reducir a dos, las veces en las que, a lo largo del día, Miguel irrumpía en su mente: una al despertar y extender la mano hacia su lado de la cama para palpar su ausencia, ahora ocupada por Pepo, que roncaba flojito sobre su almohada; la otra al llegar a casa después del trabajo y en lugar del murmullo de la tele perpetuamente encendida, sentir acariciados sus tímpanos por el alegre tintineo del cascabel de Pepo.

-¿Qué haces aquí, Miguel? ¿Qué quieres?- logró preguntar con un hilo de voz.

Pepo, se acercó tímidamente a la puerta y restregó su lomo contra el taquillón de la entrada, clavando sus ojos en Miguel.

–Necesitaba verte, Mariola. No me coges el teléfono ni contestas a mis mensajes. Necesito que me escuches, que hablemos de lo sucedido. No podemos tirar nueve años por la borda, por algo que no significó nada, mi amor. Si supieras cuántas veces me he maldecido a mí mismo por lo que hice. Te quiero tanto… te echo tanto de menos…”.

Sin saber por qué Mariola le dejó pasar; le invitó a café y escuchó sus inagotables disculpas. Pepo olisqueaba las flores puestas en agua en una jarra de cristal sobre la encimera de la cocina, tratando de encontrar la conexión entre el olor que desprendía aquel hombre y el dulzor del aroma de aquellos tulipanes. No comprendía el motivo, pero tenía la sensación de haber visto a aquel tipo alguna vez y no le gustaba su presencia en casa, en su espacio.

A aquella noche siguieron otras. Miguel solía venir a cenar y a veces incluso se quedaba a dormir, ocupando su antiguo lado de la cama y echando de un manotazo a Pepo cuando Mariola no estaba mirando.

–Puto gato… lo llenas todo de pelos.

Una noche Mariola contemplaba en el baño el cepillo de dientes de Miguel que compartía con el suyo, de nuevo, el vaso de plástico sobre el lavabo.

–Cariño… –lo escuchó decir desde el dormitorio­–, hay que hacer algo con este gato. Ya sabes que estos bichos no son santo de mi devoción y además está lo de mi asma…Cuando tenga una crisis no podrá estar en la casa.

Pepo parecía entender la conversación desde el alfeizar de la ventana abierta.

– ¿Qué quieres decir? –dijo ella– No puedo deshacerme de Pepo. Él… él vive aquí conmigo desde…

–Mi vida: soy yo quien debe estar aquí contigo. Había pensado volver a traer mis cosas este fin de semana. ¿Qué te parece?

Mariola buscó a Pepo con la mirada. Pensó en los ronquidos de Miguel a su lado cada noche, y en el dulce ronroneo de Pepo. Pensó en la impaciencia de Miguel cuando se retrasaba con la cena, y en la carita expectante de Pepo esperando paciente a que abriera su lata de Wiskhas. Pensó en el beso que tenía que robarle a Miguel cada tarde al llegar del trabajo, frente a la televisión del salón con una cerveza en la mano, sin recibir ni una mirada, y en el lomo suave de Pepo, saliendo a recibirla a la entrada, frotándose contra sus pantorrillas y haciéndole cosquillas con sus finos bigotes. Y pensó también en aquella tarde de gritos y llantos, y en el cuerpo menudo de Pepo, temblando bajo la cama.
–No.

Miguel se incorporó sobre un codo, mirándola perplejo.
– ¿Cómo?–exclamó.

– Que no, Miguel. Que no quiero que traigas tus cosas de nuevo… Lo que quiero es que te marches.

Miguel se sentó sobre la cama lentamente.

–¿Qué es lo que estás diciendo, Mariola? Estos días… yo pensé que….
Pepo saltó sobre la almohada, desafiante y emitiendo un tenue bufido, casi inaudible.

–Yo también pensé, sí, pero estaba equivocada. Durante estos meses he aprendido a vivir sin ti, Miguel. He aprendido a borrarte de cada momento de mi vida y ahora, la verdad… lo que no puedo es imaginarme sin Pepo.

–Pero, ¿qué dices? ¡¡Es sólo un gato, por el amor de Dios!! –bramó Miguel fuera de sí.

Apenas tuvo tiempo de reaccionar. Pepo saltó hacia él. Pareció volar por el dormitorio, con la boca abierta, como si fuera un pequeño dragón peludo y enloquecido, y las uñas extendidas. Terminó enganchándose sobre el rostro de Miguel emitiendo un agudo maullido que se clavó en sus oídos mientras las uñas del animal se clavaban en su carne. Los alaridos de Miguel y los movimientos casi convulsos de sus brazos tratando de zafarse de Pepo enloquecieron aún más al felino.

Aunque la mayor parte de las de las heridas parecían ser superficiales, Miguel insistió en que Mariola lo llevara a urgencias. Pasó más de una hora en la cortinilla de curas, resoplando y tratando de aguantar el escozor del antiséptico sobre cada arañazo. Cuando terminaron con él, la sala de espera de la clínica estaba desierta. Era más de medianoche. Miró a su alrededor. Mariola no estaba. Salió de nuevo al pasillo. Asomó la cabeza en el aseo de señoras. Tampoco estaba allí. Unos minutos después apareció una enfermera.

- ¿Señor? Señor… Le estaba buscando. Su amiga me pidió que le diera un recado de su parte –exclamó sonriendo.

- ¿Si? ¿Mariola? ¿Está por aquí?

- No. No señor. Verá, ella tuvo que marcharse. Me pidió que le dijera que tenía que volver a casa porque había dejado a su hijo solo.

- ¿A su hijo? ¿Cómo que a su hijo? –interrogó Miguel incrédulo.
La enfermera trató de hacer memoria. No quería meter la pata por haber olvidado la frase exacta. Finalmente exclamó:

- Sí. Sí, señor. Dijo que tenía que regresar a casa porque su pequeño estaba solo y tenía que darle de cenar.

La enfermera se alejó por el largo pasillo hasta perderse tras una puerta blanca. Estaba indignada. Algunas personas no tenían modales, como aquel tipo. Ni siquiera le había dado las gracias por molestarse en buscarle para transmitirle el recado de su esposa. El muy maleducado, se había limitado a pasar bruscamente junto a ella en dirección a la salida, golpeándola incluso con su hombro y cuando se volvió hacia él, perpleja, lo único que le escuchó murmurar, entre dientes, fue: “¡Puto gato!”

13 comentarios:

  1. Me alegra que te hayas animado, siempre se agradece contar contigo.
    Te subo ya, luego nos vemos!

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  2. Añade un enlace a mi blog para que puedan seguir la ronda con los compañeros!

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  3. Esta historia al final no acaba bien. El desenlace todavìa no està escrito. No existe remedios eficaces que defiendan a la mujer de la energumenìa masculina. El animal es el defensor soñado. La realidad es mucho màs dura incluso.
    Ojala, se hubiera muerte el tipo.


    Tèsalo

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  4. Bien por Mariola!!!...no voy a ser tan extremista como Tésalo, pero al verdad es que no me gustó nada el tipo!...mil veces mejor ha resultado el gato! jejeje


    Un saludo!

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  5. Aplausos para Mariola, Miguel se lo merece y Pepo bien ganado su lugar.Hay que saber cuidar de las virtudes que nos endilga el amor, cuando este se rompe, se prefiere los ronroneos de un gato a los ronquidos de aquel que supo ser el príncipe azul, hoy tan venido a menos.

    Me encantó Susana. Siempre me gusta como escribes.
    Un fuerte abrazo.

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  6. Precioso relato Susana, como todos los tuyos, bien construido, ameno que engancha hasta el final indistintamente de cual sea éste, pero en este caso con el sabor agradable de que de nuevo ganan los buenos y pierden los malos.
    Bien por Mariola (y por Pepo)

    Besos

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  7. Bonito relato, y la verdad hay muchos gatos más humanos y cariñoso que los hombres.

    Saludos.

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  8. Me ha gustado mucho tu relato Susana. A veces ya se sabe, son mejores los animales que las personas, más auténticos, y siempre los tienes allí para no sentirte tan sola.
    Un beso

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  9. Susana, si tu no enlazas a los demás, yo no te enlazaré.

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  10. Mimi: menudo lío... no sabes cuánto lo siento, pero estoy de vacaciones y prácticamente incomunicada!! No he podido conectarme hasta ahora y casi no dispongo de tiempo. Además, esto va lentísimo aquí.
    Te agradezco las molestias que te has tomado conmigo. Jo... lo siento de veras.

    Mil besos

    Un besote,

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  11. ¡Hola! Os agradezco a todos vuestros comentarios a mi relato. Siento no haber podido pasar antes por aquí, pero estoy de vacaciones y aquí la conexión es prácticamente un milagro. Parece mentira... En fin: nos "vemos" en septiembre, con nuestra amiga ADSL. De momento, os mando un beso a pedales.

    Gracias

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  12. Me ha gustado mucho tu relato. Sólo cuando has perdido a tu querida mascota (sea perro, gato...) te das cuenta del caariño que te dieron, la fidelidad y otras maravillas de sus juegos, compañía y de un amor incondicional que no se encuentra entre los humanos. Quisiera que Pepo existiera de verdad para explicarle, que en su cielo, le esperan Max y Carol.
    !Enhorabuena por tu blog! Te sigo.

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