HORA DEL ALMUERZO

El joven monaguillo se derrumbó a los cinco minutos de empezar el interrogatorio.  El caso estaba claro y el tribunal no albergaría dudas después de escuchar su confesión. Entre lágrimas, relató con detalle cómo había robado y escondido el dedo incorrupto de Santa Águeda entre las hogazas de pan y las sardinas secas que el cura guardaba como tentempié en un mueble de la sacristía. Lo había envuelto en papel de periódico y pretendía dejarlo ahí sólo unos minutos, mientras iba a buscar su abrigo y un paraguas. Cuando se lo enseñara a los muchachos, ¿quién sería el "cobarde pelele" entonces? 

Al regresar a buscarlo, el padre Aquilino estaba ya almorzando. Los pelos de la nuca se le erizaron cuando el anciano sacerdote, con un bocadillo a medio morder entre las huesudas manos y la boca llena, preguntó: “Tomasito, hijo, por casualidad no habrás visto mis gafas, ¿verdad?”