miércoles, 5 de septiembre de 2012

UNA INFANCIA ENTRE PUCHEROS

Mamá no sabía cocinar. Ponía en nuestra mesa guisos de apariencia extraña, poco apetecibles, y confundía a menudo el azúcar con la sal. La recuerdo con su recetario abierto, echando ingredientes al puchero y sosteniendo a la vez en brazos a mi hermana Belén, mientras la mecía con pequeños saltitos al son de una ininteligible nana. Me viene a la cabeza su silueta, delgada en extremo, desgarbada, delante de los fogones, con un ojo puesto en Marcos y en mí, que entre gritos nos tirábamos pellizcos sobre el suelo de la cocina, y el otro en la puerta del piso, calculando el tiempo que aún faltaba para que padre regresara a casa, por fin. Sí, mamá mezclaba mimos con especias, llanto con sonrisas, riñas con  jengibre, amor con aceite de oliva. Recetas imposibles y besos color azafrán. Es cierto: no supo cocinar nunca y, sin embargo, hoy yo lo daría todo por probar una, sólo una vez más, el gusto delicioso de aquellas tardes, el sabor de aquellos tiempos de canciones dulces de cuna, sonido de cacerolas y estofados hechos de ilusión.

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