jueves, 5 de marzo de 2009

LOS SUEÑOS QUE HABITAN EL ALMA


Sudorosa y agotada, Mara se deshizo con dificultad de la pesada mochila de lona marrón que llevaba colgada a su espalda. Sola, en aquella cabaña de circular de adobe y techo de paja, se desplomó encima del catre destartalado y polvoriento sobre el que Naeem había dejado una colcha de lana de un color indefinido, a medio camino entre el gris y el amarillo-verdoso, y un juego de sábanas de algodón blanco teóricamente limpio. El aroma ácido de su propio sudor, mezclado con el del humo que se dispersaba en el aire procedente de las lumbres de las cabañas vecinas, le hicieron sentirse algo mareada.

A las cinco menos cuarto de aquella misma mañana, su avión, procedente de Madrid, tomaba tierra en el aeropuerto de Vrazzavieh. Desde allí, y tras algo más de dos horas de vuelo infernal y turbulento en una especie de biplano casi de juguete que parecía a punto de quebrarse en mil pedazos en cualquier momento, habían aterrizado en un claro de la selva, una pradera de montaña en medio de ninguna parte. Naeem, su intérprete y su guía, la esperaba para conducirla a la pequeña aldea de Karisoke, a unos diez kilómetros de distancia, en un jeep al que le faltaban las puertas, los espejos retrovisores, los cinturones de seguridad y probablemente alguna pieza más y de mayor importancia que Mara no quería siquiera imaginar.

Naeem era uno de los guardas del Parque Natural de Virghog, un negro de más de dos metros, semblante serio, musculado y con la piel permanentemente brillante, como si hubiese sido uncida con algún ungüento oleoso del que emanaba además un cierto aroma a canela. Sus ojos eran casi tan oscuros como el color de su piel, y tenía una mirada profunda, que parecía poder ver mucho más allá de lo que alcanzaban sus pupilas. Naeem, tenía la voz ronca y profunda, y aunque hablaba y entendía numerosos vocablos españoles y de otras lenguas gracias a su condición de guía y al aumento del turismo en la zona durante los años anteriores a las revueltas de los guerrilleros tribales, era parco en palabras, por lo que después de varios intentos fallidos por parte de Mara para entablar conversación con él, ambos guardaron silencio durante casi todo el viaje.

Al llegar a la aldea, todos y cada uno de sus habitantes salieron a recibirles, entre cuchicheos curiosos, sonrisas tímidas y miradas de asombro. La mayoría de ellos no había visto jamás a una mujer blanca y mucho menos pelirroja, como Mara, con el cabello recogido en una larga trenza que le llegaba hasta la cintura y con las mejillas cubiertas de pecas doradas.

Naeem le había advertido que el Hechicero de la tribu Beringei sólo la recibiría al atardecer, en el momento exacto en el que el sol tocara el pico más alto del Monte Sagrado, así que Mara sólo tuvo tiempo de cambiar su camiseta, pegada al cuerpo, por una camisa limpia de algodón azul celeste, que también se le adhirió a la piel de inmediato. Por un momento temió que aquella humedad sofocante pudiera dañar su equipo fotográfico. Eligió el objetivo más potente, lo encastró con destreza en la cámara, y se la colgó al cuello.

El guía la estaba esperando ya en la puerta de la cabaña para guiarla durante el camino a pie desde la aldea hasta la Reserva Nacional de Vhirkunga. Llevaba el torso desnudo y su único atuendo consistía en unos pantalones verdes con estampado de camuflaje y unas enormes botas montañeras de cordones. Iba provisto de dos cantimploras metálicas llenas de agua fresca y un afilado machete de espectaculares dimensiones colgado del cinturón.

La condujo a través de la espesura verde, frondosa e infinita, abriendo camino con su machete mediante cortes rápidos y expertos de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Envuelta en los crujidos de la selva, entre los gritos espeluznantes de sus criaturas, el colorido vivo de los tucanes, el rápido aleteo de las aves de presa y el aroma salvaje de su vegetación, Mara, que se consideraba a sí misma una fotógrafa urbana a toda regla, se sintió extremadamente vulnerable. Aquel era un entorno inquietante y hostil, del que sólo conocía lo que había leído en las guías de viaje que hablaban de monos gigantes, plantas carnívoras, termitas asesinas y reptiles venenosos. Dos semanas atrás, había sido la única fotógrafa de la revista de antropología en la que trabajaba, que en un momento político tan complicado como el que estaba viviendo la República Democrática de Kanghae, había aceptado el reto de viajar hasta el corazón de su selva para fotografiar a la tribu nativa de los Beringei y a su Jefe y Hechicero, el Gran Hombre Sabio. Feroces milicias de tribus enfrentadas avanzaban hacia el interior del país arrasando poblados y aldeas, asesinando a sus gentes y quemando cuanto encontraban a su paso. La mayoría de los guardas del Parque Natural de Virghog habían huído ya, por lo que los cazadores furtivos, aprovechaban el terror y el desconcierto reinante para abatir sin piedad a cientos de animales protegidos, especialmente a los emblemáticos gorilas de montaña de lomo plateado. Las autoridades estimaban que su población podría haberse visto ya reducida a la mitad.

Mara no tenía muy claro el motivo que le había llevado a aceptar aquel reto; si lo había hecho movida por la perspectiva de la suculenta cantidad de dinero que aquello le reportaría o por la promesa de un rápido ascenso a Jefa de Imagen del departamento, a su vuelta a la civilización. Sin embargo, lo único cierto era que, a medida que se adentraba en aquel país hermoso, exuberante y herido, sus motivos de ambición y materialismo estaban siendo relegados a un lejano segundo plano.

Por fin, tras más de una hora de recorrido, entre insectos de colores chillones y ojos brillantes de animales desconocidos acechando entre la maleza, Naeem se detuvo, olisqueó el viento y dijo:

-Amana zchibat -mara lo miró desconcertada- Amana zchibat -repitió con expresión dura, animando con gestos a la muchacha para que continuara el camino-. Delante. Tú primero delante.

-¿Yo delante? -balbuceó- Pero… ¿sola? ¡¿Por qué?!...Yo…

-Él espera a ti -la interrumpió Naeem con vehemencia-. Hechicero jefe espera a ti al otro lado.

La empujó bruscamente hacia el entramado de verdes lianas enlazadas entre sí formando una especie de pared vegetal infranqueable. Mara se abrió paso como pudo con las manos, los ojos semicerrados, temiendo lo que encontraría tras aquel verdor desconcertante y denso, y sintiendo como la hojarasca y las ramas se le enredaban en el pelo a medida que trataba de avanzar. Algo húmedo que no llegó a identificar, ni a ver, le rozó la nuca, y emitiendo un chillido agudo, echó a correr, frenética, entre patadas y manotazos histéricos. De pronto, una pequeña explanada circular apareció frente a ella y Mara se encontró ante un grupo de unas cincuenta personas, hombres, mujeres y niños, sin más atuendo que unas breves faldas de hojas alargadas, que la miraban, inquebrantables, en silencio. Durante varios minutos nadie se movió, pero cuando el sol descendió hasta tocar la imponente cordillera de picos nevados que se alzaba majestuosa en el horizonte, el grupo se fue abriendo poco a poco, con ceremoniosa lentitud, descubriendo lo que hasta ese momento ocultaban, y Mara quedó frente al Gran Hechicero de la tribu, que la contemplaba con ojos profundos, como si tratara de insertar sus pupilas amarillentas hasta el fondo mismo de su alma.

La selva se había sumido en un respetuoso silencio. Mara tragó saliva, y se acercó lentamente al gran chamán, sin saber si debía o no dirigirse a él en primer lugar. Por fin, hizo una reverencia, inclinando con torpeza el cuerpo hacia delante en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y la cámara se balanceó en su cuello. El Gran Hechicero habló, traducidas sus palabras por Naeem que se mantenía justo detrás de Mara, en un discreto segundo plano.

-Tú venir a robar los sueños de dentro de nuestras almas -. Llevaba sobre los hombros un gran manto de plumas largas y blancas que rozaba el suelo emitiendo un suave crujido. Su cara, decorada con gruesas rayas verticales de pintura negra y rojiza, parecía ser más una máscara diabólica que un rostro humano.

Mara tembló. Naeem le había asegurado que el Hechicero conocía y aceptaba de buen grado el motivo de su presencia allí: retratar aquel entorno selvático y a sus gentes para ilustrar un reportaje sobre cultura tribal que la revista publicaría unas semanas después.

-No -balbuceó- yo…sólo he venido a tomar unas fotografías.

-Tú robas nuestros sueños -volvió a traducir Naeem. El hechicero se acercó majestuoso, apoyando sobre el suelo su lanza bambú hasta detenerse frente a Mara. Dio una fuerte patada en el suelo y el resto del grupo lo imitó:

-Banamh-ba-Banamh-ba-Banamh-ba -corearon al unísono- Banamh-ba-Banamh-ba-Banamh-ba.

El miedo había paralizado todos los músculos de Mara. Se sentía incapaz de moverse y apenas podía respirar. Durante un instante tuvo la certeza de que moriría allí, en aquel país africano remoto, en medio de aquella selva inhóspita y a manos de una tribu de nativos salvajes y furiosos.

El Hechicero alzó ambas manos al cielo, y el cántico cesó de inmediato. Emitió un alarido ronco, dejó caer al suelo su lanza y dijo, mirando fijamente a los ojos de Mara:

-Nuestros antepasados enseñaron que dentro de nuestras almas habitar los sueños de cada uno de nosotros. En la mía, Hechicero de mi tribu, vivir sueños de todo mi pueblo. Pero hoy mi pueblo ya no soñar. Hoy mi pueblo sólo temer, sobrevivir a guerra, a asesinos, a los furtivos que acabar con nosotros, con nuestros animales y con nuestra selva. Por eso yo pedirte que tú robes con tu máquina los sueños que aún vivir en mi alma y llevar a tu pueblo, para que mundo blanco pueda verlos, para que ellos soñar lo que nosotros soñamos y así, quizá Hechiceros vuestros puedan unir poder de sus magias para encontrar secreto que lograr devolvernos la paz.

Mara contempló a aquel hombre abatido. El Gran Jefe, el Gran Hechicero, el Gran Hombre Sabio, tenía los ojos húmedos de desesperanza y el alma quebrada por la impotencia y la desesperación. Posó sus manos sobre los hombros de Mara sin apartar su dolorida mirada de la muchacha.

-Llevar nuestros sueños. Te suplicamos -exclamó de nuevo a través de los labios de Naeem

El corazón de la Mara, se estremeció. Miró a su alrededor y se fijó en los pequeños, atemorizados, que se abrazaban a las piernas de sus madres. Se fijó en el rostro de los jóvenes, casi niños, curtidos por la lucha; en las cicatrices de los hombres que habían peleado y habían perdido, y en el miedo de aquellas gentes a perder para siempre su presente, a olvidar su pasado y a no poder construir su futuro ni el de sus hijos. Y en aquel preciso momento Mara, avergonzada, comprendió que en aquel lugar y entre aquellas gentes, poco o nada importaban los cheques, los ascensos y los lujos que a ella le movían en su día a día.

-Lo haré -dijo atragantada por la emoción contenida-. Por supuesto que lo haré-. Y tomando su cámara, mientras los últimos rayos de sol creaban una ilusión de luces y sombras anaranjadas en aquel paraje hermoso y agonizante, Mara se prometió a sí misma que sería la portadora incansable de aquellos sueños por cumplir y de la esperanza por renacer en los corazones del pueblo Beringei.

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