viernes, 6 de marzo de 2009

MUERTA EN SUEÑOS




La misma noche en que cumplió los treinta y cinco, Marina soñó que moriría un once de noviembre, razón por la cual, a partir de ese momento, aquel día pasó de ser uno cualquiera en el calendario, a transformarse en una fecha crucial y a todas luces fatídica.
De este modo, después de las doce uvas de cada Nochevieja, Marina tomaba su rotulador verde fluorescente, avanzaba pesadamente las páginas del almanaque de su cocina, y rodeaba con trazo grueso y a conciencia la fecha en cuestión en la que abandonaría sin remedio este mundo, convencida de que ese año sería, sin lugar a dudas, el señalado.

Pocas semanas después del sueño, Marina abandonó su trabajo en la mercería de Doña Flora, después de más de veinte años, sin saber darle una explicación razonable, y hasta quedando pendiente de cobrar el salario del mes vigente. Temía tratar día tras día con clientes potencialmente infectados, o quizá portadores de Dios sabe qué tipo de virus o bacterias que pudieran contagiarle terribles enfermedades. Por eso, un día se impuso no salir más al mundo exterior, y hasta recurrió a hacer la compra por teléfono, acordando con el encargado de la tienda de ultramarinos de la plaza que dejaría el importe exacto bajo el felpudo y el repartidor, la compra junto a su puerta, evitando de este modo todo contacto directo con él. También dejó de acudir, sin previo aviso, a su partida de brisca de los jueves por la tarde en la cafetería de Encarna, e incluso, harta de no saber poner más excusas, colgaba a sus amigas cuando la telefoneaban, alarmadas por su ausencia y su conducta evasiva.

En unos meses, el barrio entero comentaba en todas las tertulias y en todos los corrillos, que Marina, la del último piso del portal de la esquina, había perdido por completo la cabeza. Había quien aseguraba incluso, haber escuchado en mitad de la noche, alaridos aterradores, alternados con espeluznantes carcajadas provenientes del interior de su casa, que cesaban por completo en cuanto alguien tocaba a su puerta.

Los años transcurrieron sin que nada en absoluto sucediera, pero aquel sueño premonitorio había transformado a Marina en un ser temeroso, hipocondríaco y taciturno. Continuó encerrada en sí misma y su pequeño apartamento de la Calle Hortensia, cuyas ventanas nunca abría para evitar exponerse a corrientes traicioneras, y cuyas estancias mantenía en la oscuridad más absoluta, para evitar que la luz del sol afectara de algún terminal y cancerígeno modo a su delicada piel. Marina empleaba los días, y también las noches, en buscar cualquier evidencia o síntoma claro que le indicara que su último suspiro se hallaba cerca. Y así, al inicio de cada mes noviembre, su pánico se exacerbaba, y un pequeño pinchazo en un costado, un dolor menstrual más agudo que de costumbre o una irritación ocular provocada seguramente por la ausencia de aire fresco, desataba en ella todas las alarmas y daba lugar a que se acurrucara en la cama, abrazada a su propio cuerpo, rosario en mano y murmurando sus oraciones, para abandonarse al irremediable y siempre inminente final.

Una mañana, casi tres años después del sueño revelador, Marina se detuvo durante un momento frente al espejo que colgaba sobre el viejo taquillón de la entrada. En él contempló con pavor un rostro cadavérico cubierto de fina piel descamada y blanquecina; contempló dos enormes círculos negros bajo dos ojos vidriosos y enrojecidos; contempló un cabello enmarañado y seco lamiendo unas mejillas hundidas… y entonces, por fin, lo supo: Allí estaba, cubriendo desafiante su propio reflejo, la Muerte, que aquel once de noviembre acudía implacable en su busca, tal y como lo soñó un día, cuando tenía treinta y cinco años. Y así, ante aquel espantoso reflejo, aquel taquillón y aquella certeza, Marina sintió que el oxígeno no llegaba a sus pulmones y que el corazón se le desbocaba lastimándole el pecho, paralizando de dolor el lado izquierdo de su tembloroso cuerpo. En un esfuerzo desesperado, trató de llegar a la puerta para salir a pedir ayuda, pero antes de alcanzar picaporte, sus piernas, atrofiadas, se doblaron como las de una muñeca de trapo, su mirada se nubló y se quedó vacía, y cayó desplomada cual saco inerte de arena, sin haber reparado siquiera, en la algarabía del trino de los pájaros que, en el exterior, como cada año, celebraban la llegada de otra primavera.

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