martes, 5 de octubre de 2010

EL ANHELO DE UNA VENGANZA

Aquella tarde, Emiliano Andújar erró el tiro. La bala rebotó contra una de las gastadas columnatas de los soportales de la Calle Mayor, cambió de dirección desviándose cuarenta y cinco grados a la izquierda, pasó junto a la oreja de un músico callejero que tocaba la guitarra junto a un banco de granito y terminó incrustándose en la parte inferior del lóbulo occipital de Amalia. La muchacha no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que acababa de ocurrir. Tras unos instantes en los que el tiempo pareció haberse detenido, un corro de curiosos rodeó su cuerpo inerte sobre el adoquinado mientras aguardaban la llegada de los sanitarios. Días más tarde, varios equipos de médicos habían coincidido en su diagnóstico: el proyectil estaba alojado en una zona del cerebro que era mejor no tocar, por lo que sólo cabía esperar un milagro.

Veinte años, cuatro meses, una semana y tres días permaneció Amalia en coma. Su presencia en el hospital universitario se había hecho muy popular entre todo el equipo médico y de enfermería, que le había cogido gran cariño a aquella paciente a la que, poco a poco, sus familiares habían dejado de visitar. La mañana en que abrió los ojos y pidió tomar un vaso de leche, fue la mejor de todas las que se habían vivido en el establecimiento sanitario. Pero no para Amalia. Hacía dos años que sus padres habían fallecido y su esposo, con el que acababa de contraer matrimonio apenas unas semanas antes del fatídico día, al parecer se había mudado a otra ciudad con la novia de un enfermero de la cuarta planta. Sola en un mundo tan cambiado como irreconocible y acompañada únicamente por la bala alojada para siempre en su cerebro, Amalia centró el resto de su vida en encontrar a Emiliano Andújar y matarlo. Preguntó aquí y allá, investigó, removió papeles, visitó un par de comisarías y fruto de sus pesquisas descubrió que aquel tipo, tras el episodio del disparo fallido, había ingresado en prisión y puesto en libertad diecisiete años después, aquejado de una demencia senil en estado avanzado. En aquel momento, pasaba sus últimos días en una residencia pública, a las afueras de la ciudad.

La primera vez que fue a verlo, con el pequeño revólver que le había comprado a un tipo en un callejón oscuro a buen recaudo en su bolso, Amalia se encontró con un anciano enclenque de ojos claros y mirada acuosa sentado sobre una silla de mimbre y con una manta de cuadros cubriéndole las rodillas. La miró, y como si regresara de una profunda ausencia, una sonrisa iluminó su rostro surcado de arrugas.

-¡Inés! -dijo -¡Has venido!

Extendió hacia ella su mano trémula y huesuda y se aferró con fuerza al borde de su camisa, mientras una lágrima rodaba por su mejilla hundida por el paso del tiempo. Amalia, con la mano dentro del bolso empuñando el acero helado, se sentó aturdida junto al viejo. Él balanceaba su cuerpo hacia delante y hacia atrás, con los ojos húmedos y los labios temblorosos mientras musitaba una retahíla de “gracias”. Por un instante, Amalia no supo qué hacer, pero tampoco encontró valor para hacer que aquel hombre soltara su camisa, así que permaneció inmóvil, sin articular palabra y con la mente inundada del recuerdo de aquella tarde en los soportales.

Lo intentó día tras día; puso en ello todo su empeño y así, fueron muchos los momentos que Amalia pasó en la residencia, escuchando las historias sin sentido de Emiliano Andújar o permitiendo, simplemente, que él la tomara la mano y acariciara su rostro llamándola “Inés”. Al principio, permaneció impasible a su lado, hasta que un día se sorprendió a sí misma dedicándole una sonrisa y al siguiente se escuchó decirle que sí, que era su Inés, que había vuelto para quedarse, que nunca más volvería a estar solo... Sin saber por qué una tarde, le habló a aquel hombre sobre su infancia, sobre sus recuerdos, sobre sus alegrías y sus miserias. Le contó cuánto había sufrido. Le explicó cómo la soledad se le había metido en los huesos y le había envenenado el alma. Emiliano Andújar mantenía la mirada ausente, perdida, muy, muy lejos de aquel cuarto con olor a medicina, a naftalina y a leche caliente. Llegó un momento en el que Amalia no pudo concebir su vida sin su visita diaria al geriátrico, sin su conversación sin respuestas, sin su mano entrelazada con la de aquel hombre, solo y viejo.

-No sabe cuánto bien le hacen sus visitas -le dijo un día una enfermera-. Desde que usted viene por aquí, el señor Andújar come mejor y duerme como un bendito.

Una mañana de Navidad, Amalia traspasó las puertas del centro con un pequeño paquete envuelto en papel azul y decorado por un lazo de terciopelo dorado. Subió las escaleras hacia el cuarto de Emiliano y entró sin llamar a la puerta. La alcoba estaba vacía. Pensó en buscarle en la sala de visitas y cuando se encaminaba hacia allí una enfermera salió a su encuentro.

-Disculpe -exclamó azorada -. Me han dicho en recepción que la habían visto subir.

-Vengo a ver a don Emiliano… ¿Está en la sala de…?

-No, no… verá… No sabíamos cómo localizarla… no teníamos su teléfono o su dirección y… bueno… el señor Andújar falleció esta madrugada. Todos lo lamentamos mucho y…

Amalia no escuchó el resto. La voz de la enfermera se desvaneció y quedó suspendida en el aire de aquel largo pasillo adornado con farolitos navideños. Camino de la salida, arrojó el paquete azul a una de las papeleras y se dirigió al coche con una sensación extraña en la boca del estómago. Condujo con  lentitud deliberada y con la ventanilla abierta, mientras el viento helado le golpeaba el rostro y despeinaba su cabello. Cuando llegó a casa fue directa al dormitorio. Se sentó sobre la cama y abrió el cajón de la mesita de noche. Allí estaba. Hacía mucho tiempo que había dejado de llevarla en el bolso. Hacía mucho también, que ni siquiera la miraba. La tomó entre sus manos y al hacerlo sintió el mismo frío gélido que cuando aquella otra bala le atravesó el cráneo en plena Calle Mayor. Y, tumbada sobre la cama, con la luz apagada y el abrigo aún puesto, aquella fue la primera vez que Amalia disparó el revólver que un día compró para vengarse de Emiliano Andújar.

5 comentarios:

  1. Por mucho dolor que nos causen, la venganza que pretendía Amalia es imposible de llevar a cabo por las personas con buenos sentimientos.
    Simplemente el ver un anciano indefenso, le impide seguir con su plan.
    Aunque dicen que la venganza es un plato que se sirve frio, yo creo que es en caliente cuando se tiene el valor de soltar todo el veneno que llevas dentro.

    Me ha encantado tu relato, Susana.
    Besitos.

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  2. Triste y con una profundidad impresionante, Susi.

    La señal de una historia impecable es la diversidad de sentimientos que puede provocar en los lectores...

    Lo leí anoche antes de irme a la camita y al despertar, aún reverberaba en mí aquella bala de Emiliano Andújar que erró el tiro...

    La misma persona que dejó a Amalia en coma, le insufló de nuevo las ganas de vivir y el deseo de volver a amar y a congraciarse con su cruel destino.

    La vida y sus tantos vericuetos incomprensibles pero necesarios...

    BRAVO, preciosa.

    Muchos besos y todo mi cariño...

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  3. La venganza alimenta más venganza, el odio sólo genera más odio...ambos, siembran soledad...lástima que Amalia no lo comprendió.

    Un abrazo.

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  4. Me lo he leído casi sin respirar. Enhorabuena, has hecho todo un ejemplo de relato perfecto, con un principio que atrapa, y un giro inesperado que desconcierta a la vez que seduce.

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  5. Mil gracias por venir a verme. Ya sabéis que me gusta escribir sobre emociones. En esta ocasión le ha tocado el turno a la venganza, un sentimiento que ójala nadie albergara nunca en su corazón.

    Un beso muy fuerte Tere, Mar, Neogeminis y Teresa.

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