martes, 25 de enero de 2011

MIRAR HACIA OTRO LADO

Había aún murmuraciones en el pueblo. Codazos y bisbiseos en la puerta de la iglesia. Ojos que miraban hacia otro lado al verla pasar. Inés hacía caso omiso a los cotilleos no disimulados que se derramaban sobre ella y cruzaba la plaza con la cabeza erguida, el caminar firme sobre sus zapatos de tacón y el semblante decidido. Tenía los labios pintados de un suave color fresa, la melena castaña suelta y un vestido blanco de vuelo ceñido a la cintura con un delgado cinturón burdeos.


Dos meses atrás, al llegar a casa después del entierro de Esteban, se había despojado de la falda y el suéter negros que llevó por decoro durante la ceremonia y se había puesto de nuevo su ropa habitual. Pensó que debería acercarse sin falta a la ciudad a la mañana siguiente para renovar su vestuario. Aquella ropa holgada y sombría, siempre de tejido áspero y cuello cerrado, representaba un recuerdo agrio de la convivencia con su esposo. Lo cierto es que nadie vio jamás una mala cara o un mal gesto de Esteban hacia su mujer. Había sido siempre un buen vecino, un señor bien parecido, cortés, atento e incluso galante. Se forjó fama de ser un marido devoto, profundamente enamorado de una mujer taciturna, seria, distante y cuya mirada grisácea y alicaída se perdía con frecuencia en algún lugar lejano. “Si es que no le merece”, comentaban, “Hay que ver qué pareja extraña; él tan caballeroso y atento y ella tan fría…”. Inés sabía a la perfección lo que se decía de ella pero hacía ya mucho tiempo que no le importaba. Se había rendido y soportaba en silencio los rumores de la vecindad, igual que los desplantes, los insultos y los malos modos de Esteban. Veinte largos años de matrimonio habían surcado de arrugas los alrededores de sus ojos, le habían borrado el brillo a su sonrisa y habían ahogado sin piedad la luz de su mirada. Dos décadas en las que aprendió a la fuerza lo que también habían aprendido otras a las que pidió consejo e incluso, sutilmente, ayuda. “Debes acostumbrarte, hija... Ante todo debes ser buena esposa. ¿No ves la suerte que has tenido de que un hombre respetable y guapo te haya elegido?”, solía predicarle su madre; e Inés, vencida de agotamiento, aprendió sin más remedio a resignarse, a ser mansa, y sumisa. A no protestar ni poner objeciones, a dejar de ser ella misma para convertirse en lo que Esteban deseaba. Aprendió a ser “nada”.

La tarde de la muerte de Esteban parecía tan gris como las otras, aunque Inés hubiera jurado que en el aire se respiraba una cierta frescura, un aroma similar al de las nubes tormentosas de verano cuando se deslizan henchidas sobre los tejados. No hizo caso. Continuó con sus tareas de siempre en la cocina, mientras tarareaba una canción de cuna que le traía recuerdos de su hijo, su único consuelo, al que alejó de aquel pueblo inmundo mandándolo a estudiar a la capital. Sólo se escuchó un ruido sordo, como si un saco de cereal se hubiera desplomado desde una de las pilas del granero. Pensó que si tal cosa había sucedido, Esteban regresaría malhumorado y aquella noche sólo Dios sabía lo que la esperaba. Respiró profundamente y trató de serenar sus nervios. Por un momento se le ocurrió que sería mejor quedarse allí, al abrigo de los fogones pero, finalmente, decidió acercarse al granero. Tal vez si le ofrecía un poco de ayuda a Esteban su enojo se aplacaría un poco. Se secó las manos temblorosas con un paño y salió al patio. Un extraño silencio le hizo daño en los oídos. Lentamente se aproximó al granero, que con el portón abierto, ofrecía un aspecto lúgubre y solitario. Lucas ladraba desde el interior. El corazón de Inés latía muy fuerte y sentía un pulso rápido en la sien izquierda. Una gota de sudor resbaló hasta su mentón. Se detuvo en el umbral para que se le habituaran los ojos a la espesa oscuridad. Tardaron unos segundos en hacerlo y tan sólo un instante en captar la imagen del cuerpo inmóvil de Esteban sobre el suelo polvoriento. Se le acercó muy despacio mientras frotaba con insistencia las palmas sudorosas sobre el delantal raído. El rostro de Esteban estaba blanco como la cera y tenía los ojos muy abiertos, con una mezcla de expresión de pánico y sorpresa. Una de sus manos reposaba inerte sobre el cuello. La otra, sobre el pecho jadeante y desnudo. De su garganta emergía un sonido gutural. Inés no estuvo segura de si las pupilas desorbitadas de su esposo eran capaces de distinguir su presencia. Dudó entre arrodillarse junto a él y cogerle de la mano o salir corriendo en busca de ayuda, pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. Lucas movía la cola a su lado, satisfecho de que su dueña estuviera ya al tanto de la situación y, alerta, esperaba una respuesta. Inés le rascó la cabeza con suavidad sin apartar la vista de Esteban, que continuaba emitiendo pequeños resoplidos. Después, dio media vuelta y se alejó con paso lento hacia la casa.

— ¡Lucas! ¡Vamos chico! Te prepararé el almuerzo—. Exclamó con voz enérgica y una sonrisa leve, casi imperceptible, se le dibujó en el rostro.

6 comentarios:

  1. Tremendo como el odio se infiltra en el corazón de alguien hasta este punto .
    Un relato que nos hace pensar !

    Besos desde Málaga.

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  2. ¡Glub! ¡Ay, Susi, lo he leído de un tirón, sin respirar y sin pestañear!

    ¡Mon Dieu!

    Con que maestría nos conduces a ese final irremediable, merecido, sin posibilidad de elegir... La negligencia queda totalmente justificada por toda una vida de injusto sufrimiento...

    Me ha encantado...

    Leyéndote, he recordado una de mis pelis prefes: "Eclipse total", una adaptación de una novela de Stephen King: "Dolores Claiborne", supongo que la has visto.
    Dolores, la protagonista, es una mujer, larga, atroz y silenciosamente maltratada por la bestia parda del padre de su hija... Se pone al servicio de Vera Donovan, una intransigente y rígida mujer, pero paradójicamente su única amiga y la única mujer que la comprenderá... En un momento crucial de la peli, le dice esta frase -que a mí me impactó muchísimo-:

    "Dolores, a veces ser una puta, es a lo único que una mujer puede agarrarse..."

    Un besito, mi niña.

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  3. Bueno muchacha, un relato donde el odio por el maltrato llega hasta tal punto, que la frialdad y el hastío, es el único espejo que brilla, como los ojos de Inés.
    Al final no entendí muy bien, si él se murió de un infarto, o si ella lo envenenó. Creo a mi entender que fue lo primero aunque, sea cual fuese el motivo de su muerte, hizo muy bien en darle cristiana sepultura y después a vivir la vida, por eso del refrán "el muerto al hoyo y el vivo al bollo".
    Bastante ya tuvo que aguantar la pobre durante veinte años, acondicionada por tanta hipocresía y apariencia, porque al final en estos casos, es el odio y la indiferencia lo que solo queda de sentimiento.
    Nunca se sabe en estos casos, cómo y de qué clase es el cepo, ni por dónde saldrá la liebre.


    Muy apropiado tu relato como reflexión humana. Un fuerte abrazo Susana.

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  4. Hola, pasaba por aquí y me he quedado un ratito. Me gusta mucho como cuentas historias, tienes madera, no dejes de hacerlo.

    Un saludo.

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  5. Muchísimas gracias Annick, Mar y Galeote. Al final la protagonista de mi relato decide mirar hacia otro lado y no auxiliar a su esposo aún agonizante. Un poco duro pero comprensible quizá??

    COLIBRÍ: Eres muy bienvenido a mi blog. Pasa por aquí siempre que te apetezca. Estaré encantada.

    Un besote.

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  6. Fascinante. Después de leer tu relato finalista del cafe de escritores, me estoy aficionando a tus líneas.

    Johnny Favorite

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