miércoles, 12 de septiembre de 2012

VUELA, CIELO MÍO, VUELA

Con sólo incorporarse un poco,  su mirada se deslizaba libre sobre las copas oscilantes de los árboles. Sin lugar a dudas, había sido una gran idea variar la disposición del mobiliario en el dormitorio y colocar la cama frente al ventanal, justo a tiempo de la llegada de la primavera. Tomás no entendía sus manías, sus argumentos sobre el aura, el alma y la fuerza de la energía, pero aceptaba sus pequeñas excentricidades con una sonrisa y, casi siempre, con un beso. Le miró, tal  y como solía hacer últimamente, mientras estaba dormido en el butacón que había colocado junto a la mesita.  Le echaba de menos cada noche a su lado, su brazo rodeándole la cintura, su aliento jugueteando en su nuca... Suspiró. Le resultaba imposible hablarle. Lo había intentado, con todas sus fuerzas, pero ahora era todo diferente, extraño. Quizá debía asumirlo. Tal vez los dos debieran aceptarlo y seguir adelante. Volvió de nuevo la vista hacia la ventana abierta. La brisa ya era cálida y mecía mimosa los visillos blancos.  Respiró aquel aire de recién estrenado abril y de pronto, sintió que debía hacerlo. Sí. Aquella misma mañana. En aquel preciso instante. Tomás se agitó en sueños y murmuró algo ininteligible. Manuela  se acercó a él, de puntillas, y se inclinó junto a su mejilla. Si pudiera besarle... Cerró los ojos,  dio media vuelta  y  corrió hacia el ventanal. Esta vez no se detuvo, ya no. Extendió los brazos, como un ave que comprende por fin que lo es y, con un suave impulso de sus pies descalzos, se dejó caer a aquel vacío esponjoso que la sostuvo en sus brazos como un amante protector y leal. Y voló. Voló sin miedo sobre las ramas de los árboles, sobre los bancos del parque, sobre el puesto de fruta de la esquina, sobre los tejados, húmedos aún de rocío. 


A Tomás le despertó el cambio de ritmo en el sonido, incansable, del respirador y de los monitores. Por un momento no supo qué sucedía. No quiso saber. Corrió hacia ella y le tomó las manos, frescas, ya demasiado, y tan suaves. Cielo, susurró, ¿mi cielo? Se mantuvo así, alerta, muy cerca de su rostro y, mientras escuchaba el silencio plácido de su princesa dormida, solamente sonrió. Supo que ésa era la imagen que ella querría llevarse en sus retinas azules, una sonrisa, como la que se dibujaba, tenue y delicada, en los labios entreabiertos de su amor, su cielo, su Manuela. 

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