miércoles, 18 de septiembre de 2013

POBRE, FEA, VIEJA Y SOLA

Le resultaba casi imposible encontrar parecido entre aquel amasijo de malolientes callejas y los plácidos recuerdos del barrio durante sus años de juventud. Había llegado unas horas antes de la cita, con el anhelo de evocar momentos hermosos y pasear tranquilamente por los lugares que tan entrañables le resultaron tiempo atrás. Sin embargo, ahora, mientras caminaba con lentitud y daba media vuelta cada pocos pasos, deteniéndose para consultar incrédula el nombre de las calles en los cartelillos roñosos, pensó que no había sido tan buena idea. ¿Demasiado tiempo transcurrido, quizá? Meneó la cabeza como si alguien hubiera formulado la pregunta en voz alta. Todos aquellos años no parecían suficientes para haber convertido a la ciudad en una completa extraña, ajada, ruinosa y decrépita. Se negó a darse por vencida y caminó durante más de dos horas en busca de un atisbo de reminiscencia amable en alguna de las fachadas, en las plazuelas, en los bancos de piedra vacíos. Cuando empezaron a dolerle los pies y apenas podía sentir los dedos congelados de sus manos desnudas, se dirigió hacia el hostal con la mirada clavada en el suelo adoquinado y los ojos húmedos.  

     Apoltronada tras el mostrador desconchado, con el cabello cano revuelto y el volumen del televisor casi al máximo, la dueña ni siquiera se dignó a mirarla cuando le entregó la llave de la habitación veinticuatro. Tampoco ella le dio las gracias. Le pareció que, después de todo, los buenos modales carecían ya de importancia. El encuentro con Fabián y Elisa no estaba previsto hasta la hora de la cena. Habían quedado en un restaurante italiano al que solían acudir juntos la noche de los lunes para compartir unas risas y una charla distendida antes de que la semana universitaria se complicara demasiado. Alejandra se preguntó si aquel restaurante acogedor de cinco o seis mesas vestidas con manteles de cuadros blancos y rojos y jarroncitos con flores frescas, habría adquirido el mismo aspecto deprimente y patético que anegaba cada esquina de la ciudad. Tendida sobre la colcha raída, rompió en una sonora carcajada que se estrelló contra las paredes mohosas de aquel antro en penumbra. ¿Aspecto deprimente y patético? Ella sí debía tener esa estampa, sin duda. Se incorporó sobre los codos hasta hallarse con la imagen de sí misma en el espejo que tenía enfrente, colgado sobre la cómoda. Cerró los ojos y suspiró. Cuando recibió el mensaje de Elisa emplazándola a la reunión de los tres amigos, había dudado seriamente si acudir o no. A pesar del júbilo que sintió cuando leyó sus escuetas letras y supo que podría volver a verles, el miedo se le agarró al estómago y le impidió deleitarse con la posibilidad de un momento con el que llevaba soñando demasiado tiempo. Los golpes en la puerta y el dolor de su fatigada espalda la hicieron despertar con brusquedad. Se incorporó, consciente por la oscuridad que la envolvía de que había dormido demasiado.

     —¿Sí? —apenas reconoció su voz reseca.

     No obtuvo respuesta, o al menos no logró escucharla, ensordecida momentáneamente por el bramido de un motor cercano o de su propio corazón, tal vez. Un escalofrío incomprensible le arañó la nuca. Arrimó la oreja izquierda a la puerta en el mismo instante el que un nuevo golpazo sacudía las maltrechas bisagras.

      —¡Alejandra Igualde! ¡Alejandra Igualde, abra la puerta! ¡Sabemos quién es usted! ¡Avisaremos a los guardias si no abre inmediatamente!

     La puerta amenazó con desintegrarse mientras las voces se agolpaban fuera, excitadas y chismosas.

     —¿Por qué la dejaste registrase, mujer, maldita sea?
     —¿Y cómo iba yo a saberlo, diantres? ¡Han pasado treinta años! Deberías verla, ¡ni siquiera parece ella!

     Aterrada, Alejandra, dio un paso atrás. A punto estuvo de caer, mareada, engullida por el abismo de imágenes y sensaciones que se le enredaban en los pies y la hacían tambalearse. Aquellos recuerdos, sí, transformados en una maraña de pesadillas, los mismos que había conseguido enterrar durante todos aquellos años para poder continuar viva, seguir adelante y ser capaz de soportar la espera. Ahora que había llegado el momento no consentiría que nada ni nadie desbaratase sus planes. No podía. Esta vez sí llegaría al restaurante. Hablaría con ellos, les explicaría cuánto significaban para ella y lo que había sentido aquel día. Les diría que no le importaba que estuvieran juntos, ya no, que se amaran locamente, que la hubieran relegado a un segundo plano y le hubieran ocultado lo que había entre ellos durante, cuánto, ¿semanas, meses? No, nada de eso importaba. Les echaba tanto de menos... Su amistad era más importante, mucho más pura que un absurdo secreto de amantes. Tomaría la mano blanca y suave de su amiga Elisa y se la llevaría dulcemente a los labios y miraría a Fabián a los ojos, a aquellos ojos verdes que derramaban caricias en cada parpadeo. Se mantendría sosegada y serena. Esta vez, podía jurarlo por todo lo más sagrado, no les seguiría hasta la habitación veinticuatro de aquel hotelucho repugnante. No les observaría desaparecer tras la puerta, entre risas de amor y besos. No. En esta ocasión no forzaría la cerradura con una horquilla oportuna, ni atrancaría con su cinturón trenzado el picaporte de la puerta del baño mientras ellos se retorcían de placer en aquella bañera roñosa, como perros, como lo que siempre fueron, dos traidores, dos malditos embusteros... Por fin estaba segura: sabía que no tantearía en su bolso con mano firme en busca del mechero de nácar y que no deslizaría la llama titilante por la moqueta mugrienta, ni por las mantas de la cama, ni por las cortinas sucias y descoloridas. No. Ahora sabía cómo hacer bien las cosas. El tiempo entre aquellas paredes blancas le había mesado el carácter y templado su exhausto espíritu. Acudiría a la cita, puntual, ataviada con su mejor vestido. Les sonreiría con cariño, les besaría en la frente y les diría que les perdonaba, sí, ¡por supuesto!, con el corazón en la mano. Porque ya no había rastro de aquella angustia de antaño. Ya lo comprendía todo y había superado, por fin, que le hubieran hecho quebrarse como una muñeca rota, que no merecía más que sentirse de aquel manera infame: pobre, vieja, fea… y terriblemente sola.

viernes, 4 de enero de 2013

DULCES FIESTAS

¿Qué hace ahí fuera Lucas arañando la ventana? Mueve los labios de manera exagerada y los ojos parecen a punto de escapársele de las órbitas. Le miro y dibujo un gesto de incomprensión con los hombros. Meneo la cabeza. "N-o-t-e-e-n-t-i-e-n-d-o", vocalizo lo mejor que puedo y, antes de darme cuenta, dos manos aparecen desde atrás y cubren mis párpados. "¿Quién soy?", dice una voz cantarina. Trago saliva y, con la imagen en mi retina de la aterrada expresión de Lucas, me asalta la duda, un año más, de si las Navidades en familia, son de verdad una buena idea. 

viernes, 7 de diciembre de 2012

AMANECE

Amanece la lluvia de otoño, suave, discreta, temerosa de ofender al sol que la observa, apenas visible, entre nubes grises y revueltas. 

Y amaneces tú, entre mis piernas, tú y tu respiración plácida, tu dulce piel templada, tu aliento suave sobre mi vientre... 

Amanece. Y es lo único que importa. El amanecer y tú. 

domingo, 30 de septiembre de 2012

La risa del Nano

Hasta chocarse con una pila de maderos resultaba divertido en compañía del Nano. Con él, las risas sin control eran el pan nuestro de cada atardecer en el barrio. ¿Marcharse  así? ¿Sin fiesta? ¿Sin ágape? Inconcebible. Por eso decoramos nuestras coronillas con gorritos de papel y, armados de confeti, matasuegras y un tetrabrick de buen tinto, fuimos en su busca canturreando por el camino flanqueado de cipreses. Con bastones, reúmas y andadores tardamos un buen rato en llegar, pero aquella fue una gran tarde para toda la pandilla, incluido el Nano, cuyas contagiosas carcajadas se escucharon durante días,  junto a su lápida, a la caída del sol.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

VUELA, CIELO MÍO, VUELA

Con sólo incorporarse un poco,  su mirada se deslizaba libre sobre las copas oscilantes de los árboles. Sin lugar a dudas, había sido una gran idea variar la disposición del mobiliario en el dormitorio y colocar la cama frente al ventanal, justo a tiempo de la llegada de la primavera. Tomás no entendía sus manías, sus argumentos sobre el aura, el alma y la fuerza de la energía, pero aceptaba sus pequeñas excentricidades con una sonrisa y, casi siempre, con un beso. Le miró, tal  y como solía hacer últimamente, mientras estaba dormido en el butacón que había colocado junto a la mesita.  Le echaba de menos cada noche a su lado, su brazo rodeándole la cintura, su aliento jugueteando en su nuca... Suspiró. Le resultaba imposible hablarle. Lo había intentado, con todas sus fuerzas, pero ahora era todo diferente, extraño. Quizá debía asumirlo. Tal vez los dos debieran aceptarlo y seguir adelante. Volvió de nuevo la vista hacia la ventana abierta. La brisa ya era cálida y mecía mimosa los visillos blancos.  Respiró aquel aire de recién estrenado abril y de pronto, sintió que debía hacerlo. Sí. Aquella misma mañana. En aquel preciso instante. Tomás se agitó en sueños y murmuró algo ininteligible. Manuela  se acercó a él, de puntillas, y se inclinó junto a su mejilla. Si pudiera besarle... Cerró los ojos,  dio media vuelta  y  corrió hacia el ventanal. Esta vez no se detuvo, ya no. Extendió los brazos, como un ave que comprende por fin que lo es y, con un suave impulso de sus pies descalzos, se dejó caer a aquel vacío esponjoso que la sostuvo en sus brazos como un amante protector y leal. Y voló. Voló sin miedo sobre las ramas de los árboles, sobre los bancos del parque, sobre el puesto de fruta de la esquina, sobre los tejados, húmedos aún de rocío. 


A Tomás le despertó el cambio de ritmo en el sonido, incansable, del respirador y de los monitores. Por un momento no supo qué sucedía. No quiso saber. Corrió hacia ella y le tomó las manos, frescas, ya demasiado, y tan suaves. Cielo, susurró, ¿mi cielo? Se mantuvo así, alerta, muy cerca de su rostro y, mientras escuchaba el silencio plácido de su princesa dormida, solamente sonrió. Supo que ésa era la imagen que ella querría llevarse en sus retinas azules, una sonrisa, como la que se dibujaba, tenue y delicada, en los labios entreabiertos de su amor, su cielo, su Manuela. 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

UNA INFANCIA ENTRE PUCHEROS

Mamá no sabía cocinar. Ponía en nuestra mesa guisos de apariencia extraña, poco apetecibles, y confundía a menudo el azúcar con la sal. La recuerdo con su recetario abierto, echando ingredientes al puchero y sosteniendo a la vez en brazos a mi hermana Belén, mientras la mecía con pequeños saltitos al son de una ininteligible nana. Me viene a la cabeza su silueta, delgada en extremo, desgarbada, delante de los fogones, con un ojo puesto en Marcos y en mí, que entre gritos nos tirábamos pellizcos sobre el suelo de la cocina, y el otro en la puerta del piso, calculando el tiempo que aún faltaba para que padre regresara a casa, por fin. Sí, mamá mezclaba mimos con especias, llanto con sonrisas, riñas con  jengibre, amor con aceite de oliva. Recetas imposibles y besos color azafrán. Es cierto: no supo cocinar nunca y, sin embargo, hoy yo lo daría todo por probar una, sólo una vez más, el gusto delicioso de aquellas tardes, el sabor de aquellos tiempos de canciones dulces de cuna, sonido de cacerolas y estofados hechos de ilusión.

martes, 4 de septiembre de 2012

Cuatro mitades de amor

A Celia la conocí en el Parque de las Fuentes. Compartíamos extremos opuestos de un mismo banco de piedra, el único aún bañado por el sol adormecido del atardecer. Me pidió unas monedas a cambio de un poema de amor. Así, sin más. Sin hacer mención al tiempo, a la hermosura del paisaje, a la placidez de una tarde sin lluvia, por fin. Rebusqué en mis bolsillos y encontré solamente un billete arrugado. Se lo tendí con una sonrisa a modo de disculpa y ella sacudió sus rizos morenos en la negativa más bella que hubiera visto jamás. Suspiró resignada, abrió su cuaderno y comenzó a escribir lentamente, como si se recreara en el trazo de cada letra, de cada verso. Cuando terminó, arrancó con cuidado la hoja cuadriculada, la dobló en cuatro perfectas mitades y la depositó en el espacio de granito que nos separaba. Miró al cielo con sus ojos brillantes y enormes, y después me miró a mí. Sentí un pinchazo en la garganta y aguardé sus palabras con un hilo apenas de aliento. Nada.  Se levantó con una sonrisa y vi cómo de alejaba hacia la verja principal, con el anhelo de que se volviera de nuevo, como en las novelas de pasión desbordada. No lo hizo, por supuesto, y yo permanecí allí, mudo también, mientras una ráfaga de viento se llevaba a traición el papel que todavía reposaba en aquel banco. Las palabras de Celia, sus palabras de amor, dobladas en cuatro mitades perfectas.