viernes, 6 de marzo de 2009

MI MUNDO

Son casi las diez de esta noche gélida, y subo los peldaños de mármol que conducen al portal en el que se encuentra mi apartamento. Por fin en casa. Mi cerebro está, una vez más, tan abotargado tras las nueve horas de oficina, que tan sólo emito un gruñido casi inaudible al cruzarme en el rellano con el vecino de enfrente. Sé lo que piensan de mí; soy el que nunca acude a las reuniones vecinales; el que camina mirando al suelo, arrastra los pies y hunde los hombros como si portara una gran losa; el que llega a casa, ya de noche, y ni siquiera prende la luz. “¿Para qué hacerlo?”. Ceno sin ganas un plato combinado en el bar grasiento de la esquina y al volver al piso me voy directo a la cama. Esta es mi vida; gris, como yo, como mi traje barato de oficinista robotizado, y como todo lo que me rodea.

Al abrir la puerta me quedo paralizado. Distingo desde el umbral una silueta que se dibuja sobre la alfombra deshilachada del recibidor a oscuras. Enciendo la luz de inmediato (hoy hago una excepción), sobresaltado. Un tipo vestido de negro yace a mis pies. Es delgado y muy alto. Calculo que tendrá mi edad; unos cuarenta. Lentamente y sin apartar la vista del intruso, cierro la puerta tras de mí, y atónito, me acerco lentamente hacia él. Lo golpeo dubitativo en un costado con la punta de mi zapato. No reacciona. No se mueve. Tras unos instantes de vacilación decido arrodillarme a su lado para poder observarlo mejor. Tiene los ojos abiertos de par en par, como si sus párpados estuvieran sujetos por dos palillos invisibles. Su mirada castaña y sorprendida se ha perdido en algún lugar lejano. Coloco los dedos índice y corazón en un lateral de su cuello, como he visto hacer en las series de médicos y hospitales. No percibo nada. Quizá sea en el otro lado. Lo intento de nuevo, esta vez con los ojos cerrados para tratar de concentrarme mejor. Tampoco. No tiene pulso. Apenas puedo creer que haya un tipo muerto en mi recibidor.

Sin saber qué hacer, continúo de rodillas junto al hombre muerto. De pronto, observo un detalle que había pasado por alto: un objeto de color negro asido con fuerza en su mano derecha. Tiro de él y no logro soltarlo, así que, uno a uno, voy quebrando con dificultad sus dedos; jamás pensé que costara tanto. Uno, dos, tres. Doy un nuevo tirón al trapo negro y se lo arrebato, triunfante. “¿Qué es esto?”. Una especie de bolsa de lana con 2 agujeros simétricos. ¡Un pasamontañas!. Voy atando cabos. Miro alrededor y me fijo en la ventana abierta del pasillo. El visillo amarillento revolotea mecido por el viento. Formulo mi teoría: El tipo estaba robando en mi apartamento y fue sorprendido por un infarto o algo parecido, que lo dejó seco.

Voy corriendo al cuarto de baño. Necesito refrescarme la cara para poder pensar con mayor claridad. Contemplo mi reflejo en el espejo del armarito que cuelga sobre el lavabo. Mi piel no se ve hoy tan pálida y la excitación del momento tiñe mis mejillas y hace brillar mis ojos; mi corazón late con brío, quizá como nunca lo ha hecho. Qué ironía: me siento más vivo que nunca mientras un cadáver desconocido se aloja sin permiso en el recibidor de mi propia casa. No me cabe duda: esta noche estoy viviendo la experiencia más emocionante de toda mi existencia. Sin embargo, debo pensar, ser razonable. Mi conciencia me dice qué hacer: he de avisar a la policía inmediatamente y contar lo sucedido. Imagino mi casa llena de personas uniformadas de azul y un precinto de plástico amarillo delante de la puerta, cortando el paso a curiosos: ”Investigación Policial. Prohibido el Paso”. Vecinos que susurran. Mirillas delatoras. Por una vez, me veo a mí mismo como protagonista indiscutible de una historia fascinante. Sin embargo, un pensamiento martillea el interior de mi cabeza: si aviso a la policía en unas pocas horas todo habrá acabado y volveré a encontrarme inmerso en mi patética normalidad. Se llevarán el cuerpo y mi mundo volverá a quedarse a oscuras. Este pensamiento me reactiva y me obliga a tomar una determinación: tiro de los tobillos del muerto con toda la fuerza de la que soy capaz y lo arrastro por el suelo hacia la sala de estar. Pesa mucho y perlas de sudor se instalan pronto en mi frente. Me sorprendo exclamando “Ánimo amigo, pon algo de tu parte, que ya llegamos”. Por fin en la sala, me detengo un momento para coger aire; inhalo profundamente, hago un último esfuerzo y agarrándolo por las axilas tiro de él hacia arriba y logro sentarlo sobre el sofá, al tiempo que escucho el clac de su clavícula al quebrarse. “Caray; si que eres delicado…”. Mientras lo enderezo y lo acomodo en el sofá como es debido, me desplomo sobre él, eufórico y exhausto, y estallo en carcajadas satisfechas. “¡Nos ha costado llegar!, ¿eh, Ramón?”. Sí: he tenido que ponerle nombre porque siento que esta situación ha creado entre nosotros un lazo que nos une para siempre.

Escucho de fondo las risas de los vecinos de al lado, que como cada noche juegan juntos al parchís; abajo, la pareja del tercero ha puesto música salsera y los tacones de ella repiquetean sobre el parquet. El edificio, como siempre, bulle. Pero hoy, por fin, ya no soy “el diferente”, “el rarito”, “el solitario”. Ya no tengo que ser gris. Me siento junto a Ramón propinándole un codazo cómplice y exclamo: “¿Una cervecita, colega?”. Y con el mando a distancia en la mano, presiono el botón de La 2 para ver juntos el partido de fútbol.

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