miércoles, 15 de abril de 2009

UNA PARTICIPACIÓN MUY ESPECIAL


Hoy cuelgo en mi blog el texto que ha escrito mi amigo Germán Vayón para mi Propuesta Literaria. Él no dispone de blog propio, pero ha tenido el detalle de escribir este relato para que yo lo cuelgue por él. Es muuuy modesto y sé que no le hace mucha gracia que le nombre aquí, pero he de decir, que es un ESCRITOR con letras mayúsculas y que me encanta perderme entre las líneas de sus historias. Espero que disfrutéis mucho de su relato.


RECICLAJE

Germán Vayón

Ya desde la esquina, a pesar de la profunda oscuridad reinante en la calle desierta, sin farolas, Tomás distinguió a lo lejos un brillante resplandor dorado. Caminó hacia él, cauteloso, escuchando únicamente el repiqueteo de las gastadas suelas de sus zapatos sobre el húmedo adoquinado de la acera. El frío de aquella noche invernal se colaba por los agujeros de su raído abrigo de paño y, por un momento, tuvo la tentación de darse media vuelta y volver al callejón con los demás mendigos a calentarse junto a las amables llamas de la fogata común. Pero algo dentro de sí mismo parecía empujarlo hacia aquel brillo de oro. Cuando faltaban sólo unos metros se detuvo para contemplar desde cierta distancia las majestuosas formas de las letras de aquel cartel que ocupaba todo el lateral de un flamante vehículo de lujo del tamaño de un autobús. Impresionado, y no sin cierto temor, se fue acercando poco a poco y, cuando sus sucios dedos iban a tocar la chapa, una puerta se abrió y un hombre de mediana edad, con sonrisa de vendedor, lo invitó a pasar con un elegante gesto.

–Lo estábamos esperando –le dijo con una voz que a Tomás le recordó la de los locutores de radio de cuando era niño: recia, dura, varonil, sin dejar de ser dulce a la vez.

Tomás había sobrevivido usando la armadura del que todo lo ha perdido y está en la calle a merced de los elementos y de sus semejantes: la desconfianza, pero la luz que emanaba de esa puerta abierta, el calor que del interior parecía proceder y la mano en el hombro del hombre de la imperecedera y cálida sonrisa, pudieron más que sus reticencias y pasó al interior.

–Póngase cómodo –le indicó mientras le señalaba un sillón de confortable aspecto.

Tomás se sentó, no sin cierta torpeza de desacostumbrado, mientras un calor maravilloso se apoderaba de su cuerpo y recorría con los ojos aquel espacio elegante, impoluto, bañado por una luz anaranjada.

–¿Le apetece un coñac?

Tomás negó con la cabeza.

–¿Tal vez un café?

Y ante un gesto de indiferencia, el hombre manipuló en un mueble que tenía a su lado y, en unos instantes, le ofreció una taza de porcelana humeante.

–Sírvase usted mismo el azúcar.

Tomás hizo un gesto hosco y se llevó la taza a los labios, pensando en cuánto hacía que no tomaba algo caliente. Inspiró varias veces, para que el aroma del café, que parecía del bueno, le llenara los pulmones y le hiciera recordar los años en los que él se tomaba algo de calidad en un sitio cómodo y elegante, donde se estaba tan calentito como aquí.

–Mi nombre es Federico, Federico Iglesias y trabajo para OMNICES, una empresa de servicios asistenciales con años de experiencia y calidad certificada ISO9002, cosa que muy pocas pueden decir.

Tomás disfrutaba de cada sorbo de café con los ojos entrecerrados y una sensación de bienestar que ya no recordaba inundaba su cuerpo.

–Trabajamos para un programa piloto que ha puesto en marcha la Unión Europea y que tiene como fin el recuperar para la sociedad a las personas que, por una u otra causa, están en situación de exclusión social.

Tomás, no sin cierta timidez, le alargó la taza y miró detenidamente al hombre, que se la llenó de nuevo.

–Pero no se engañe, nosotros no hacemos caridad. Somos profesionales y vivimos de las subvenciones. Tenemos inspecciones y auditorías y nuestro lema es: “No lo hagas bien si lo puedes hacer perfecto”. ¿Qué le parece?

–Que está bueno este café –contestó Tomás con su profunda voz de bajo.

–Me refiero al proyecto...

–Ah, no sé –dijo Tomás–, yo de eso no entiendo, yo sólo me preocupo de la marcha del IBEX35.

El hombre rió y Tomás, que empezaba a sentir un delicioso sopor, dio un trago largo a su taza.

–¡No hay nada como el buen humor...! –dijo el hombre– ¿Cómo se llama usted?

–Tomás –contestó el mendigo–. ¿Le queda más café?

El hombre volvió a llenarle la taza mientras lo miraba con afecto.

–Bien, Tomás, le confesaré que es usted la primera persona que contactamos, ¿quiere acogerse al programa?

El vagabundo echó un vistazo a las estanterías, repletas de libros que parecían de adorno: una Biblia, una Divina Comedia, una Anatomía de Gray, un Quijote, un libro sobre el Modernismo, algunas obras de Shakespeare, un manual de jardinería, varios libros de recetas, ...
El hombre esperaba, con su sempiterna sonrisa, que parecía quirúrgicamente implantada en su rostro.

–No tiene que tomar una decisión definitiva, siempre podrá abandonarlo cuando quiera, aunque –añadió con un guiño cómplice– cuando acabemos con usted no nos dejará por nada del mundo...

–¿A quién hay que matar? –preguntó Tomás burlón.

–¡Pero qué hombre este! –dijo Federico entre risas– Me gusta la gente con humor, nos vamos a llevar muy bien usted y yo.

–Es que aún no conozco a nadie que dé algo por nada –dijo Tomás repentinamente serio.

–Ya se lo he dicho, esto es un proyecto de la Unión Europea, nosotros no regalamos nada. Es un plan ambicioso, costosísimo –dijo el hombre señalando a su alrededor–, pero merece la pena. ¿A qué se dedicaba usted antes?

–¿Antes de qué? –preguntó Tomás un poco irritado.

–Antes..., ya sabe, antes de andar así...

–Ah, pensé que iba a decir: “antes de haber caído en desgracia”, que me hace mucha gracia eso...

–Oiga, Tomás...

–Trabajaba en un banco. Ya sabe, esas instituciones que no es delito robarlas, sino fundarlas –dijo Tomás soltando la taza sobre una mesa.

–¿Y qué le pasó? Vamos, no tiene que hablar de ello si no quiere..., pero yo estoy aquí para escucharlo, conmigo puede sincerarse, tenemos un código deontológico muy estricto.

Tomás lo miró a los ojos como si quisiera leer en ellos y luego bajó la vista y la centró en sus destrozados zapatos.

–Es una historia muy larga que prefiero no recordar.

–No se preocupé, Tomás, lo entiendo perfectamente. Ya habrá ocasión en otro momento si se siente usted con ganas. Ahora le prepararé el baño e iré a buscarle un pijama... ¿Talla 42?

Tomás se lo quedó mirando algo sorprendido.

–Usted se baña y se viste decentemente mientras yo voy preparando la cena. Hoy va a dormir como los ángeles –dijo Federico ensanchando aún más su sonrisa mientras le indicaba el camino con un amable gesto.

Tomás no recordaba nada igual: una bañera grande, llena de agua caliente, con espuma abundante y todos los útiles de higiene y aseo que ya ni recordaba. En un armarito, junto a un esponjoso albornoz inmaculado, Federico había dejado un pijama azul de franela, ropa interior aún metida en sus fundas de plástico y unas zapatillas de paño oscuras de esas de pelito largo y sedoso. El mendigo se bañó, se afeitó, se arregló las uñas, se lavó cuidadosamente los dientes, se untó cremas y lociones y una vez vestido y bien peinado, se dirigió hacia donde estaba Federico quien, sentado ante una mesa bien provista, lo contemplaba con su eterna sonrisa.

–Tercera etapa: la acogida –susurró, mientras le mostraba a Tomás la botella de tinto que se disponía a descorchar–. Un reserva, como ve, no reparamos en gastos.

Tomás se sentó mientras su anfitrión le servía con gesto experto.

La comida transcurrió en silencio, sin que el hombre perdiera detalle de los modales del mendigo, que denotaban una buena crianza que el tiempo pasado en la calle no podía enmascarar.

–¿Tiene usted familia?

Tomás se lo quedó mirando, depositó con cuidado el cuchillo y el tenedor en el plato y apuró la copa de vino. Luego se pasó la servilleta por los labios y esbozó un gesto triste.

–Tenía un hermano.

–Cuanto lo siento..., ¿falleció?

–No se preocupó por mí cuando me trataron peor que a un perro. Por mí como si estuviera muerto.

–¿Nadie más?

–Nadie. Mi mundo quedó atrás hace ya tres años. Me vine a la otra punta del país para olvidar a esos que decían ser mis amigos. No quiero saber nada de ellos.

–Si usted quiere, nosotros... Es parte del programa el intentar...

–No me interesa esa parte del programa –dijo Tomás rotundo y algo crispado.

–Muy bien, no insistiré. Venga conmigo, le enseñaré su cama. Mañana haremos las pruebas médicas, luego iremos de compras y empezaremos a ocuparnos de su futuro.

Federico acompañó a Tomás hasta una cama estrecha, con un mullido edredón y sábanas que olían a nuevo.

–Que descanse usted.

–Buenas noches.

–Buenas noches, Tomás.

Poco después de las nueve del día siguiente, en la ambulancia que trasladaba a Tomás a un centro médico, comenzaron las pruebas, que se prolongaron casi hasta el mediodía. Cuando terminaron, se presentó Federico en la habitación y le dejó unas bolsas con ropa nueva, zapatos y un abrigo de corte algo anticuado pero buen paño. Fueron a comer, pasearon, estuvieron en el cine y cenaron en un restaurante habilitado en una antigua estación. Para cuando llegaron a dormir al autobús, tras haber tomado unas copas en un par de locales nocturnos, había crecido entre ellos un germen de amistad que parecía imposible sólo un día antes.

Varios días después, cuando Tomás, recién levantado, se dirigió en busca de su café matutino, se encontró a Federico abriendo sobres con un abrecartas con aspecto de bisturí.

–Los informes médicos. Estás más sano que una cesta de peras. Parece que en estos últimos tres años ni siquiera te has resfriado.

–Así es –dijo Tomás, quien tomó los informes y los fue leyendo mientras Federico le preparaba el café.

Tras servirlo, sacó un portátil y comenzó a teclear a toda velocidad, levantando de vez en cuando la cabeza para observar a un Tomás absorto con el desayuno y la lectura. Terminaron casi a la vez.

–¿Cómo eran las fases esas que me dijiste? –preguntó Tomás mientras le devolvía los papeles.

Federico puso cara de no entender, pero al instante reaccionó.

–La primera “el encuentro”; la segunda “recepción”; “acogida” la tercera...

–¿Por cuál vamos? –lo interrumpió Tomás.

–Pues..., empezando la cuarta: “bienvenida”.

–Bienvenida... –dijo Tomás–. A una nueva vida...

–A la que antes tenías... Y la siguiente, y última, “integración”. Ahí acaba nuestro trabajo.

–Ajá. Y una cosa, Fede, ¿tienes conexión a Internet? –preguntó Tomás con la mejor de sus sonrisas.

–Claro que sí.

–Pues déjame el ordenador, anda, que quiero ver cómo va el mundo...

Federico dudó un instante, durante el cual perdió su sonrisa, pero fue algo fugaz, como el trueno que rompe la paz de una hermosa tarde de verano.

–¿Sabrás manejarlo?

–De algo me acuerdo...

–Bien –dijo Federico no muy convencido–, aquí te lo dejo. Voy a hacer unas gestiones. Estaré aquí para la hora de comer.

A su vuelta encontró una hoja encima de la mesa. Miró la firma:

“Tomás”, en mayúsculas. Se sentó con un mal presentimiento y comenzó a leer: «Tengo una deuda contigo, Federico, y es la de contarte qué causó mi ruina. Y tal vez te sorprenda el saber que fue una habilidad..., al servicio de la ambición, eso sí. Me utilizaron, y yo saqué provecho de ello, pero cuando se descubrió el asunto todos los dedos me señalaron a mí, ejecutor físico y material, sin pruebas para inculpar a mis jefes. Lo perdí todo y, sólo con mucha suerte, eludí la cárcel.

Ya ves, por listo... Igual si me hubieras conocido antes me habrías propuesto para esta empresa tuya en la que no hay que hacerlo bien si puede hacerse perfecto, que no deja de ser un lema... Porque dicen que lo bueno es enemigo de lo perfecto, o algo así, no me hagas mucho caso... Y debe ser que yo sigo siendo bueno y por eso ya no me verás más.
Y digo que lo soy porque he descubierto que me engañaste con el último nombre de las fases esas... Y es que no es “integración”... No, Federico, mentiste muy mal. Tú sabes que podría llamarse “reciclaje” u otro nombre más feo que luego te diré. Pero tu error no deja de ser humano, porque cuando alguien mira a un mendigo, sólo ve una piltrafa humana y no se imagina lo que muchos de ellos han hecho en su vida y son capaces de hacer si lo exigen las circunstancias. Y es precisamente mi caso: trabajé como hacker para mi banco y no he perdido mis conocimientos. Por eso fue un juego de niños leer tus correos y confirmar lo que ya sospechaba, que la última fase es “el despiece”: varón, raza blanca, cuarenta y cinco años, sin familia, perfecta salud, 100% aprovechable...

Cuando acabes de leer esto supongo que la policía estará llamando a tu puerta. Que tengas un buen día, Federico.»

3 comentarios:

  1. un relato magistral, cuyo desenlace se intuye o adivina pero no queda hastal final despejado, las pruebas medicas fueron lo que me hicieron sospechar y quizas tambien a Tomás... realmente tu amigo es muy bueno escribiendo

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  2. Magnifico relato, ya decìa yo que algo habìa al final y querìa enterarme de que era. Un abrazo felicitaciones al escritor.

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  3. A mí me ha sorprendido, me esperaba algo "raro" desde luego, pero no tan fuerte.
    Muy bien escrito y bien contado.

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