Le resultaba casi imposible encontrar parecido entre aquel amasijo de malolientes callejas y los plácidos recuerdos del barrio durante sus años de juventud. Había llegado unas horas antes de la cita, con el anhelo de evocar momentos hermosos y pasear tranquilamente por los lugares que tan entrañables le resultaron tiempo atrás. Sin embargo, ahora, mientras caminaba con lentitud y daba media vuelta cada pocos pasos, deteniéndose para consultar incrédula el nombre de las calles en los cartelillos roñosos, pensó que no había sido tan buena idea. ¿Demasiado tiempo transcurrido, quizá? Meneó la cabeza como si alguien hubiera formulado la pregunta en voz alta. Todos aquellos años no parecían suficientes para haber convertido a la ciudad en una completa extraña, ajada, ruinosa y decrépita. Se negó a darse por vencida y caminó durante más de dos horas en busca de un atisbo de reminiscencia amable en alguna de las fachadas, en las plazuelas, en los bancos de piedra vacíos. Cuando empezaron a dolerle los pies y apenas podía sentir los dedos congelados de sus manos desnudas, se dirigió hacia el hostal con la mirada clavada en el suelo adoquinado y los ojos húmedos.
Apoltronada tras el mostrador desconchado, con el cabello cano revuelto y el volumen del televisor casi al máximo, la dueña ni siquiera se dignó a mirarla cuando le entregó la llave de la habitación veinticuatro. Tampoco ella le dio las gracias. Le pareció que, después de todo, los buenos modales carecían ya de importancia. El encuentro con Fabián y Elisa no estaba previsto hasta la hora de la cena. Habían quedado en un restaurante italiano al que solían acudir juntos la noche de los lunes para compartir unas risas y una charla distendida antes de que la semana universitaria se complicara demasiado. Alejandra se preguntó si aquel restaurante acogedor de cinco o seis mesas vestidas con manteles de cuadros blancos y rojos y jarroncitos con flores frescas, habría adquirido el mismo aspecto deprimente y patético que anegaba cada esquina de la ciudad. Tendida sobre la colcha raída, rompió en una sonora carcajada que se estrelló contra las paredes mohosas de aquel antro en penumbra. ¿Aspecto deprimente y patético? Ella sí debía tener esa estampa, sin duda. Se incorporó sobre los codos hasta hallarse con la imagen de sí misma en el espejo que tenía enfrente, colgado sobre la cómoda. Cerró los ojos y suspiró. Cuando recibió el mensaje de Elisa emplazándola a la reunión de los tres amigos, había dudado seriamente si acudir o no. A pesar del júbilo que sintió cuando leyó sus escuetas letras y supo que podría volver a verles, el miedo se le agarró al estómago y le impidió deleitarse con la posibilidad de un momento con el que llevaba soñando demasiado tiempo.
Los golpes en la puerta y el dolor de su fatigada espalda la hicieron despertar con brusquedad. Se incorporó, consciente por la oscuridad que la envolvía de que había dormido demasiado.
—¿Sí? —apenas reconoció su voz reseca.
No obtuvo respuesta, o al menos no logró escucharla, ensordecida momentáneamente por el bramido de un motor cercano o de su propio corazón, tal vez. Un escalofrío incomprensible le arañó la nuca. Arrimó la oreja izquierda a la puerta en el mismo instante el que un nuevo golpazo sacudía las maltrechas bisagras.
—¿Sí? —apenas reconoció su voz reseca.
No obtuvo respuesta, o al menos no logró escucharla, ensordecida momentáneamente por el bramido de un motor cercano o de su propio corazón, tal vez. Un escalofrío incomprensible le arañó la nuca. Arrimó la oreja izquierda a la puerta en el mismo instante el que un nuevo golpazo sacudía las maltrechas bisagras.
—¡Alejandra Igualde! ¡Alejandra Igualde, abra la puerta! ¡Sabemos quién es usted! ¡Avisaremos a los guardias si no abre inmediatamente!
La puerta amenazó con desintegrarse mientras las voces se agolpaban fuera, excitadas y chismosas.
—¿Por qué la dejaste registrase, mujer, maldita sea?
—¿Y cómo iba yo a saberlo, diantres? ¡Han pasado treinta años! Deberías verla, ¡ni siquiera parece ella!
Aterrada, Alejandra, dio un paso atrás. A punto estuvo de caer, mareada, engullida por el abismo de imágenes y sensaciones que se le enredaban en los pies y la hacían tambalearse. Aquellos recuerdos, sí, transformados en una maraña de pesadillas, los mismos que había conseguido enterrar durante todos aquellos años para poder continuar viva, seguir adelante y ser capaz de soportar la espera. Ahora que había llegado el momento no consentiría que nada ni nadie desbaratase sus planes. No podía. Esta vez sí llegaría al restaurante. Hablaría con ellos, les explicaría cuánto significaban para ella y lo que había sentido aquel día. Les diría que no le importaba que estuvieran juntos, ya no, que se amaran locamente, que la hubieran relegado a un segundo plano y le hubieran ocultado lo que había entre ellos durante, cuánto, ¿semanas, meses? No, nada de eso importaba. Les echaba tanto de menos... Su amistad era más importante, mucho más pura que un absurdo secreto de amantes. Tomaría la mano blanca y suave de su amiga Elisa y se la llevaría dulcemente a los labios y miraría a Fabián a los ojos, a aquellos ojos verdes que derramaban caricias en cada parpadeo. Se mantendría sosegada y serena. Esta vez, podía jurarlo por todo lo más sagrado, no les seguiría hasta la habitación veinticuatro de aquel hotelucho repugnante. No les observaría desaparecer tras la puerta, entre risas de amor y besos. No. En esta ocasión no forzaría la cerradura con una horquilla oportuna, ni atrancaría con su cinturón trenzado el picaporte de la puerta del baño mientras ellos se retorcían de placer en aquella bañera roñosa, como perros, como lo que siempre fueron, dos traidores, dos malditos embusteros... Por fin estaba segura: sabía que no tantearía en su bolso con mano firme en busca del mechero de nácar y que no deslizaría la llama titilante por la moqueta mugrienta, ni por las mantas de la cama, ni por las cortinas sucias y descoloridas. No. Ahora sabía cómo hacer bien las cosas. El tiempo entre aquellas paredes blancas le había mesado el carácter y templado su exhausto espíritu. Acudiría a la cita, puntual, ataviada con su mejor vestido. Les sonreiría con cariño, les besaría en la frente y les diría que les perdonaba, sí, ¡por supuesto!, con el corazón en la mano. Porque ya no había rastro de aquella angustia de antaño. Ya lo comprendía todo y había superado, por fin, que le hubieran hecho quebrarse como una muñeca rota, que no merecía más que sentirse de aquel manera infame: pobre, vieja, fea… y terriblemente sola.
La puerta amenazó con desintegrarse mientras las voces se agolpaban fuera, excitadas y chismosas.
—¿Por qué la dejaste registrase, mujer, maldita sea?
—¿Y cómo iba yo a saberlo, diantres? ¡Han pasado treinta años! Deberías verla, ¡ni siquiera parece ella!
Aterrada, Alejandra, dio un paso atrás. A punto estuvo de caer, mareada, engullida por el abismo de imágenes y sensaciones que se le enredaban en los pies y la hacían tambalearse. Aquellos recuerdos, sí, transformados en una maraña de pesadillas, los mismos que había conseguido enterrar durante todos aquellos años para poder continuar viva, seguir adelante y ser capaz de soportar la espera. Ahora que había llegado el momento no consentiría que nada ni nadie desbaratase sus planes. No podía. Esta vez sí llegaría al restaurante. Hablaría con ellos, les explicaría cuánto significaban para ella y lo que había sentido aquel día. Les diría que no le importaba que estuvieran juntos, ya no, que se amaran locamente, que la hubieran relegado a un segundo plano y le hubieran ocultado lo que había entre ellos durante, cuánto, ¿semanas, meses? No, nada de eso importaba. Les echaba tanto de menos... Su amistad era más importante, mucho más pura que un absurdo secreto de amantes. Tomaría la mano blanca y suave de su amiga Elisa y se la llevaría dulcemente a los labios y miraría a Fabián a los ojos, a aquellos ojos verdes que derramaban caricias en cada parpadeo. Se mantendría sosegada y serena. Esta vez, podía jurarlo por todo lo más sagrado, no les seguiría hasta la habitación veinticuatro de aquel hotelucho repugnante. No les observaría desaparecer tras la puerta, entre risas de amor y besos. No. En esta ocasión no forzaría la cerradura con una horquilla oportuna, ni atrancaría con su cinturón trenzado el picaporte de la puerta del baño mientras ellos se retorcían de placer en aquella bañera roñosa, como perros, como lo que siempre fueron, dos traidores, dos malditos embusteros... Por fin estaba segura: sabía que no tantearía en su bolso con mano firme en busca del mechero de nácar y que no deslizaría la llama titilante por la moqueta mugrienta, ni por las mantas de la cama, ni por las cortinas sucias y descoloridas. No. Ahora sabía cómo hacer bien las cosas. El tiempo entre aquellas paredes blancas le había mesado el carácter y templado su exhausto espíritu. Acudiría a la cita, puntual, ataviada con su mejor vestido. Les sonreiría con cariño, les besaría en la frente y les diría que les perdonaba, sí, ¡por supuesto!, con el corazón en la mano. Porque ya no había rastro de aquella angustia de antaño. Ya lo comprendía todo y había superado, por fin, que le hubieran hecho quebrarse como una muñeca rota, que no merecía más que sentirse de aquel manera infame: pobre, vieja, fea… y terriblemente sola.